…en un país muy lejano (aunque
¡espero que no tanto!) había un príncipe que vivía en un maravilloso, perfecto
y reluciente castillo (no penséis nada raro, que si vive en una casa normal
tampoco pasa nada de nada… que nos conocemos y después empezáis a darle al tarro
y a pensar cosas malas de mí… “que si es una tal o una cual” “¡Pero mira que ha
dicho!”. Nada de eso, ¿eh?).
Pero claro, al tener todo lo que
podía desear en él, no se aventuraba a explorar aquel mundo que se extendía más
allá de las enormes puertas que le protegían contra todo mal…
Y por eso… por su puñetera culpa
y porque me estoy dando cuenta de que es un vago y no le da la gana de salir a
dar un paseo, por eso estoy yo como estoy.
A mí no me dejan traspasar el
umbral de su flamante castillo y no puedo hacer otra cosa que pasearme día y
noche por las puertas a ver si algún día de estos se anima a darse un paseíllo.
Pero nada, parece que de momento
nada de nada… esperar, que es lo mío.
No podía tratarse de uno de esos
príncipes rebeldes que salen en las películas y los libros… uno de esos que se
disfraza de persona normal y se escapa trepando el muro con una cuerda hecha
anudando sábanas.
No.
Es un príncipe de esos que
prefiere vivir entre algodones toda su vida.
Espero (y a ver si esta vez tengo
un poco más de suerte y no se me hace tan largo) que se encienda ese
interruptor que tiene escondido detrás de la oreja en el que pone “rebeldía
OFF” y se atreva a saltar los muros y venir a mi encuentro.
Aunque sea solo para un cruce de
miradas, con eso me sobra… pero si se me cerca y me habla, tampoco le voy a
hacer ascos, ¿eh? Ante todo hay que ser una señorita :) Jijiji.
Como podéis ver, ya estoy
desvariando otra vez. Es lo que tiene el
calor este del dichoso verano: te altera las neuronas y te hace hacer
cosas tontas de estas…
Espero que no os hayáis aburrido
mucho con mi esplendido relato de hoy (y en serio, prometo esforzarme algo más
para lo siguiente que publique. Mientras tanto, sed buenos.
Dicho queda.